WILLIAM HERRERA
El sistema presidencial, como institución, es un producto de la Constitución estadounidense de 1787, anterior a la Revolución Francesa de 1789 y al inicio de la emancipación de las colonias españolas en América. Hay autores que sostienen que el presidente era un monarca democráticamente legitimado.
Aunque los fundadores de las repúblicas iberoamericanas tuvieron el ejemplo norteamericano presente, conocieron otras vertientes doctrinarias del sistema presidencial.
Las nacientes repúblicas fueron, entonces, una mezcla de la revolución política ―la separación de poderes y las doctrinas sobre la soberanía popular nacional―, la tradición monárquica constitucional inglesa y el centralismo monárquico absolutista.
Las raíces del orden constitucional boliviano están en la Constitución de EEUU, las ideas de la Revolución Francesa y la Constitución española de Cádiz de 1812. Fue el caso de Bolivia y de los países de América Latina que eligieron modelos europeos para elaborar sus constituciones, que reflejaban estructuras autoritarias del Viejo Continente.
Se puede asegurar que el autoritarismo institucional ha pasado a ser un exponente de la cultura política de la región: liderazgo fuerte, personalista y ejecutivo, el caudillo o la norma bonapartista no solo se permite, sino que se espera y se promociona. El presidente puede gobernar con un estilo autoritario, pero no de forma totalitaria; debe ser fuerte y paternalista, pero no un tirano. El nacimiento de Bolivia no estuvo al margen de esta tradición autoritaria, pues adoptó como forma de Estado el unitarismo, que supone la centralización político-administrativa, cuya característica ha prevalecido.
El presidente fue concebido en la Constitución Bolivariana (1825) como el sol, alrededor del que giran todos los planetas (el resto del Poder Ejecutivo y el Estado en general). Simón Bolívar proponía un primer mandatario como un jefe de Estado con cargo vitalicio y un vicepresidente elegido de una terna propuesta al Congreso por el presidente para asumir la responsabilidad de la jefatura de Gobierno. El modelo marcaba dos elementos: el presidente como símbolo de la unidad del Estado, como poder moderador, como figura institucional incuestionable; y el vicepresidente como encargado de la gestión, de la responsabilidad de la administración directa, por eso su rotación y alternabilidad.
Aunque se descartó la presidencia vitalicia y el sistema monárquico, el Ejecutivo siempre ha concentrado el poder público, de manera que todo o casi todo depende del presidente. Esta configuración del Poder Ejecutivo fue heredada de la monarquía absoluta, donde el rey concentraba en todos los poderes del reino. En lo político-administrativo se imponía una cadena de dependencia jerárquica que, partiendo del Gobierno central, pasaba por los prefectos, los subprefectos, alcaldes y demás funcionarios de la administración pública.
Este estado de cosas, según Carlos Mesa, ha llevado a una cierta identificación de la figura del presidente con la del caudillo por la tendencia del país a poner al líder político por encima de los programas ideológicos de partido o de grupo, y ha determinado que el presidencialismo haya perdido su sentido original para reflejar un verticalismo casi absoluto, agudizado en algunos casos por la personalidad particular del mandatario y por su larga tradición de gobiernos autoritarios que llegaron al poder.
Esta concentración del poder es aún mayor, tratándose del gobernante Evo Morales, porque ha fusionado su condición de presidente del Estado Plurinacional, jefe del MAS y máximo dirigente de las Federaciones de cocaleros del trópico cochabambino.
Todo esto, en palabras del expresidente Mesa Gisbert, ha convertido a la Presidencia en un cargo ‘todopoderoso’, cabeza de un Poder Ejecutivo que fagocita todo, que no perdona a nadie, que utiliza a los otros dos poderes y los sujeta a su fuerza absoluta, que usa el Poder Judicial como un simple apéndice y que, mezcla de monarquía y dictadura, hace y deshace a lo largo del periodo de gobierno
Tomado de eldeber.com.bo