RODOLFO J. CRUZ
En tiempos de crisis económica profunda, como la que atraviesa Bolivia hoy, muchos ciudadanos buscan una salida en nombres nuevos, propuestas firmes o promesas de cambio. Pero entre la confusión ideológica y la saturación de discursos vacíos, emerge una figura que desconcierta a muchos: un empresario que se autodefine como “social-demócrata” y que, sin embargo, parece tener más aptitud para encarar la crisis que todos los políticos de carrera —incluidos aquellos que ahora se disfrazan de “liberales” o “de derecha” para acomodarse a la nueva moda discursiva e intentar separarse del MAS.
Desde una perspectiva liberal o capitalista, esto no es una contradicción, sino una confirmación de una verdad incómoda: la etiqueta importa menos que la práctica. Y en la práctica, un empresario —por más que adopte el lenguaje progresista— suele estar más cerca de los principios de la libertad que un político profesional que habla de libre mercado pero ha vivido toda su vida del gasto público.
En las actuales elecciones en Bolivia, la llamada “derecha” ha sido cooptada por burócratas reciclados, tecnócratas sin calle y operadores del viejo orden que descubrieron en la retórica de la reducción del Estado una oportunidad para volver al poder. Hablan de libertad económica, pero no han producido nada; prometen eficiencia, pero nunca han pagado una planilla ni enfrentado la arbitrariedad del Estado que dicen querer achicar. Son, en el mejor de los casos, teóricos de la libertad; en el peor, oportunistas que decoran su autoritarismo con un barniz liberal.
El empresario, en cambio, ha tenido que lidiar con el aparato estatal de forma real: permisos, trámites, impuestos, regulaciones absurdas, corrupción institucionalizada. Sabe —por experiencia directa— que la intervención estatal asfixia la productividad, que el empleo no se decreta, y que sin reglas claras ni propiedad garantizada, no hay inversión posible. Puede que hable de “redistribución” o “inclusión”, pero en su día a día opera bajo la lógica del intercambio voluntario, la eficiencia de costos y la maximización del valor.
Ese contraste es clave. Porque mientras los políticos de carrera, sean de izquierda, centro o derecha, han vivido del presupuesto estatal y del clientelismo, el empresario ha vivido del esfuerzo propio y del riesgo. Y mientras los autodenominados “liberales” de moda se llenan la boca con Hayek pero hacen política con mañas prebendales, el empresario —incluso uno que se diga socialista— se ve obligado a actuar bajo principios más cercanos al libre mercado.
Por eso, en un país como Bolivia, donde las etiquetas ideológicas se han vaciado de contenido y los políticos se adaptan al viento del momento, es más creíble un empresario “social-demócrata” con experiencia real en el mundo productivo que un político “liberal” cuya única fuente de ingreso ha sido siempre el Estado. La libertad no se defiende con discursos, se construye con práctica. Y la práctica del empresario lo vuelve, muchas veces, un aliado más confiable que el político profesional de cualquier color.