Economía

 GONZALO CHÁVEZ

Los dueños del poder han desarrollado una curioso fetichismo por los resultados del Producto Interno Bruto (PIB). El fetichismo es una creencia política, económica o sexual que le atribuye a los objetos o conceptos poderes sobrenaturales. El PIB, en su versión de twitter, es el valor de mercados de todos los bienes y servicios finales producidos en una economía durante un periodo de tiempo. Desde la máquina de propaganda se ametralla a la opinión pública hasta el cansancio:
El Evo economics consiguió un crecimiento promedio del 5% entre 2006 y 2016. Nunca como antes se creció tanto. Por cuarto año consecutivo Bolivia registrará la más alta tasa de incremento del PIB en la región. Es uno de los estandartes de oro del nuevo modelo económico. El haber alcanzado estos guarismos es una especie de capa mágica que cura todos los males de la sociedad.

EDUARDO BOWLES

De acuerdo a un reciente informe, las denominadas exportaciones no tradicionales bolivianas, es decir, todas aquellas que no pertenecen a la minería ni al sector hidrocarburos, disminuyeron un 64 por ciento desde el 2014 y considerando el volumen, la reducción es aún más drástica y alcanza el 77 por ciento.

El balance pertenece a la Cámara de Exportadores y detalla que las ventas externas de esta franja de productos, la mayoría pertenecientes al sector agropecuario, pasaron de 1.129 millones de dólares en junio de 2014 a 704 millones de dólares en el mismo mes de 2017. Lo peor del caso es que este rubro sigue cayendo, como ha sucedido en el primer semestre de este año, con una variación negativa del 14 por ciento, unos 110 millones de dólares menos.

IGNACIO CLANCY

Mucho se está hablando del consumo en los últimos tiempos en la Argentina. Se dice que los comercios están llenos de gente, que en los feriados el turismo agota la capacidad hotelera y que los gastos realizados superan a los feriados anteriores, que la gente ahora puede comprar televisores LCD, etc. La lista es larga y podría poner mucho ejemplos más, pero lo importante es señalar que estas ideas lo que generan es una sensación de bienestar económico. Es fácil pensar que, si los comercios desbordan de clientes y los argentinos gastan mucho en turismo, la economía del país marcha bien, está creciendo y hay trabajo.

Pero veremos que estos indicadores populares de consumo no necesariamente reflejan una expansión económica, sino todo lo contrario: son señales de alarma (en el caso de nuestro país). Comencemos con los siguientes conceptos: consumo, ahorro y atesoramiento.
El primero de los términos, consumo, se refiere a la parte del ingreso que un individuo destina a la adquisición de bienes y servicios. El ahorro es la otra parte del ingreso que un individuo no consume pero que invierte buscando una renta, el plazo fijo es un ejemplo. La parte del ingreso que mantiene en efectivo o “debajo del colchón” se llama atesoramiento y no genera ninguna renta. Es muy importante diferenciar entre ahorro y atesoramiento, porque el primero al invertirse entra en el sistema productivo del país, esto significa que permite financiar las inversiones de otros individuos. Así, el dinero depositado en un plazo fijo es utilizado por el banco para prestarlo a otro individuo que busca financiar sus proyectos.

Entonces cuanto mayor sea el nivel de ahorro, más dinero habrá para financiar inversiones. Por otro lado el atesoramiento no permite el financiamiento de otros individuos ya que el dinero no está en el sistema. El otro aspecto importante a resaltar sobre estos tres conceptos es que, cuanto mayor es el consumo, menor es el ahorro. El último concepto fundamental que es necesario entender es el de los bienes de capital, que son aquellos bienes que no se destinan al consumo final, sino a procesos productivos, ya sea como materia prima o como bienes intermedios del proceso. Pueden ser metales, maquinarias, tornillos, etc. Lo importante de estos bienes es que generan trabajo, porque se necesita gente para convertirlos en bienes de consumo.

Ahora ya podemos comenzar a analizar el crecimiento de la economía de un país en función del consumo y del ahorro. La creencia popular dice que si la gente compra, gasta o consume, la economía está bien, está creciendo. Pero analicemos cómo crecen las economías. Si bien hay muchas formas de medir el crecimiento económico, la realidad es que una economía crece cuando aumentan los bienes de capital en la misma, o sea cuando hay más bienes de producción (cuando aumentan las maquinarias en una fábrica, el stock ganadero en un campo, etc.). Ahora, ¿cómo se generan estos bienes de capital? Se los puede producir o comprar, pero como sea, para ello se necesita dinero y justamente ese dinero sale del ahorro previamente hecho. Recordemos que al aumentar los bienes de capital aumenta también el empleo.

JUAN RAMÓN RALLO 

El libre mercado se caracteriza por las relaciones voluntarias entre los individuos: nadie nos obliga a interactuar con aquellas otras personas con las que no queremos interactuar (aunque, evidentemente, hemos de soportar responsablemente el coste de oportunidad que conlleva no relacionarnos con otros). Así pues, en un mercado libre, la soberanía reside en el consumidor y no en el productor: los consumidores pueden elegir a qué productor le compran; pero los productores, en cambio, no pueden determinar a qué consumidor le venden. Es en ese punto en el que se labra la competencia entre productores: cada uno de ellos debe ofrecerle algo al consumidor que sea percibido como mejor que lo que le ofrecen sus rivales.

Competir en un mercado libre resulta harto complicado, pues cada día se hace necesario revalidar la relación con el consumidor no sólo frente a los competidores existentes, sino también frente a los rivales que podrían llegar a existir. Quien se duerme en los laureles a la hora de mejorar permanentemente la mercancía ofrecida termina viéndose desplazado por aquellos productores más innovadores. Ni siquiera las empresas grandes tienen asegurada su posición de predominio, dado que cualquier nueva compañía puede terminar reformulando radicalmente los términos en los que se ofrece un bien o servicio (innovación disruptiva) y, merced a ello, ganarse el favor de los consumidores. La innovación permanente y competitiva en favor del consumidor es la nota característica de un mercado libre.

Pero los empresarios sometidos a esta alta presión competitiva cuentan con una alternativa para preservar su posición dentro de la economía: coaligarse para destruir el libre mercado. Ya lo denunció con conocimiento de causa Adam Smith hace casi 250 años: “La gente de un mismo sector rara vez se reúne para divertirse y echarse unas risas, sino para conspirar en contra de los ciudadanos”. Esa conspiración empresarial necesariamente se materializará en normativas que limitan la libertad de elección del consumidor y la libertad de iniciativa empresarial, de tal manera que los ciudadanos se vean forzados —directa o indirectamente— a acudir a aquel proveedor que consigue deformar las leyes en su favor. Así, por ejemplo, las subvenciones empresariales o los contratos públicos son formas de obligar directamente (vía impuestos) a que los ciudadanos cubran los gastos de una compañía determinada; a su vez, las licencias o las reglamentaciones encorsetadoras son formas de prohibir la entrada de nuevos competidores y, por tanto, de obligar indirectamente a que los ciudadanos pasen por la caja de alguno de los escasos proveedores “autorizados” (de iure o de facto) a operar.